Ocurre, a veces, que paseando por una ciudad, sea cual sea su nombre, se da una perfecta sintonía entre tu estado anímico y el aire que percibes de tu entorno. Una inesperada comunión que hace que tus pasos sean más ágiles, que los objetos que portas en los bolsillos apenas pesen. Definitivamente, que sonrías, sin saber muy bien el porqué.
Es lo que me ocurrió hace tan solo unas tardes, cuando al salir del trabajo decidí alterar mi plan y, en lugar de encerrarme en casa para trabajar, quise exprimir esos rayos de sol que interpreté que susurraban mi nombre. Cambié de rumbo, queriendo encontrar secretos y queriendo encontrarme. Activé mi GPS mental, doblé varias esquinas y ahí estaba Madrid, sorprendiéndome una vez más con una mirada más propia de la galería de cualquier museo que de un paseo otoñal.
Con esos colores que enamoran, podríamos estar en un pueblecito de la Provenza francesa o un rincón de La Toscana pero no, nos ubicamos en la Calle del Mesón de Paños, lugar donde hice esta foto, a poquitos metros de la estación de Metro de Ópera. Sus alegres fachadas, su curvo trazado y aquel cielo brillante interrumpieron mi paso. Me detuve y saqué el teléfono móvil con la intención de hacer eterno aquel bonito encontronazo. Madrid me devolvió aquellas ganas de conocerla con la mejor de sus sonrisas y yo, una vez más, me tuve que enamorar de ella.