Quien más y quien menos en la capital está al tanto del fervor y cariño que guardan los madrileños a su patrón, San Isidro. No es para menos ya que al que fuese empleado del poderoso clan de los Vargas tiene atribuido a sus espaldas más de 400 milagros. Más de 400  sucesos de naturaleza divina en un cuerpo muy terrenal. Un currículum lleno de obras que le permitieron ganarse la pasión del pueblo de Madrid incluso siglos después de haber fallecido. Unas credenciales que hicieron que la ciudad de Madrid recurriese a él en los momentos de más necesidad, como vamos a conocer en este secreto.

Y es que seguramente hayáis escuchado eso de “ante situaciones desesperadas, medidas desesperadas”, porque aquello es lo que se vivió en Madrid un agosto especialmente complicado. El del año 1790. El mismo en el que la Plaza Mayor experimentó el más grave de los tres incendios que ha sufrido. Un fuego que se inició en la zona del extinto Portal de Cofreros, en el arranque de la Calle Toledo, y que devoró un tercio de las construcciones del recinto.

Aquellas llamas oscilaban con más virulencia que nunca, tanto que pronto los vecinos de la Villa se dieron cuenta de que no tenían ni equipamiento técnico ni humano suficiente para combatirlas. Pasaban los días (en total fueron hasta diez) y el fuego, alimentado por las estructuras de maderas de las casas, no hacía más que ganar fuerza. Una de las medidas que se tomó fue, en vista de que poco se podía hacer ya por salvar la plaza, derribar los edificios colindantes, haciendo un perímetro de seguridad, para que el incendio no se fuese propagando por todas las callejuelas de la Villa.

Pero como os comentaba, no fue la única medida que se adoptó para combatir las llamas. Los madrileños, conscientes de las bondades milagrosas de los restos mortales de San Isidro, no dudaron en desenterrar al patrón de la Villa y llevar sus restos momificados al lugar del desastre. A combatir las llamas, por intervención celestial, como si de un bombero divino se tratase. Seguramente, una de las misiones más complicadas de las que el pueblo de Madrid le encomendó a su Patrón.

Hay que decir que San Isidro el pobre no puedo hacer demasiado ya que las llamas del fuego no parecieron amedrentarse con la presencia del Santo y como os decía, no se dieron por vencidas hasta pasados diez días. Para entonces, San Isidro ya estaba de vuelta en su ubicación original, seguramente pensando sobre aquellas horas en las que fue el bombero más divino de cuantos ayudaron a Madrid en todos sus siglos de historia.

Incendio de la Plaza Mayor en 1790

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