Madrid nos ofrece mil posibilidades para sentirla, para respirarla, para amarla. Siempre hay algo que hacer, un paso que dar, una palabra que susurrarle al oído mientras la exploramos pensativos, sin rumbo. Timidamente espoleados por ese ritmo frenético que, en algún momento levanta el pie del acelerador, y nos brinda una ligera tregua.
Pero quizás, mi pasatiempo favorito de cuantos nos propone esta inmensa ciudad es el de jugar a ser Dioses. Ella, tan generosa y espléndida, cuenta con una prolongada colección de atalayas desde las cuales se deja observar, donde podemos sentirnos más afortunados que nadie, teniéndola a nuestros pies. Siendo nuestra y de nadie a la vez. Infinita pero perfectamente tangible.
Una sensación parecida es la que tuvo que experimentar Carlos Avilés (@cavilesphoto para los amigos) al vislumbrar un Madrid adormecido desde lo alto del Palacio de la Prensa. Alejado del suelo y sin mucho esfuerzo sentía como Callao seguía remando enérgica, aunque muda. Con sus llamativas luces y neones, una compañía de lo más delatadora cada vez que cae el sol.
Apreciar colosos convertidos en maquetas de aspecto frágil o mirar al luminoso de Schweppes por encima del hombro, son lujos que no están al alcance de cualquiera. No perder la vista de esa franja anaranjada sobre el cielo de Madrid que todos relacionamos con el terrenal placer de dormir, tampoco. Un juego reservado a los habitantes del Olimpo que Madrid nos deja disfrutar muy de vez en cuando. Quizás por eso la queremos tanto.

