La postal de esta semana pocas veces ha hecho más mérito a su nombre  que en esta ocasión, un recuerdo que cualquiera que haya visitado Madrid colgaría en el corcho de su habitación con una chincheta, como testigo silencioso de los bonitos momentos vividos. Porque la Gran Vía se vive, y te vive. Es una calle singular, enérgica que siempre tiene una luz con la que deslumbrarte. Lo pensaba precisamente ayer, mientras la caminaba en dirección a Plaza España, observando su nueva figura, sus nuevas maneras.

Es precisamente al caer el día cuando mejor se ofrecer para mirarla, cuando ese caos se transforma en poesía, cuando su cielo estalla en mil colores. Algunos hasta ahora nunca vistos. Sigo muy de cerca desde hace ya bastante tiempo el trabajo fotográfico de Juan Aranaz, (al que por cierto podéis y debéis seguir en su Instagram, @Jaranaz)
así que no pude evitar una ligera envidia al ver esta imagen suya. Sí, envidia. Envidia de no haber tenido ante mis ojos este colorido espectáculo. Un atardecer de Madrid de los que se graban a fuego. Envidia de no haber estado allí.

Lo bueno de estos días tan vagos es que las noches nos abrazan antes y nos pillan con los ojos bien abiertos, cuando se producen momentos como éste. Fue en un viernes, en una tarde de noviembre, cuando las manecillas acababan de marcar las seis y media de la tarde. Cuando el jaleo de la Gran Vía se detuvo por unas décimas de segundo, precisamente, cuando  la cámara se disparó. Todo lo que era un movimiento aleatorio se detuvo por un instante y entonces, ocurrió esto.

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