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Imagino que cada uno sentirá un especial apego al barrio donde ha vivido en Madrid, en mi caso Chamberí. Un entorno que rápidamente adopté como mi segundo hogar.

Un lugar donde el silencio y la historia caminan de la mano

No tiene fachadas de postal y tampoco posee comercios que merezcan, por sí solos, una visita. Es humilde y austera. Sin embargo, aguarda con timidez a que alguien se atreva a descubrirla, consciente de lo mucho que gana en las distancias cortas. En sus escasos 75 metros de longitud, se respira historia y sosiego, motivo que la hacen una de mis calles predilectas de Madrid, la Calle del Codo.

Cobijada en las entrañas del Madrid de los Austrias, se trata de una pequeña callejuela que une la Plaza de la Villa con la Plaza del Conde de Miranda. Su mayor mérito es haber permanecido casi intacta con el paso del tiempo, apenas una tienda de alquiler de bicicletas y un salón de belleza se han atrevido a romper el hechizo que esconden sus muros.

Su nombre se lo otorgó el Marqúes de Grabal ya que hace un giro de 90º, como si se tratase de un brazo. La placa que adorna esta callejuela característica del Madrid de los Asutrias nos muestra el dibujo de un brazo con una armadura medieval. Con echar un simple vistazo a esta ilustración nos hacemos una idea nítida del trazo que adopta la calle.

Sus muros esconden secretos de rufianes y buscavidas, cortesanos y espadachines. Testigos mudos de aquellos sucesos son la Puerta de la Torre de los Lujanes o el Convento de las Carboneras (llamadas así porque veneraban una imagen de la Virgen de la Inmaculada encontrada en una carbonería). Pasear por este romántico lugar nos brinda la oportunidad de aislarnos del bullicio y recorrer el pasado del Madrid sin alborotos ni enjambres de japoneses.

Ya sabéis además lo mucho que me gusta incluir anécdotas para terminar de esculpir mis historias y mi querida Calle del Codo no podía ser menos. Según cuentan las crónicas de la época, uno de sus transeúntes más ilustres fue el escritor del Siglo de Oro, Francisco Quevedo, quien adoptó la insana costumbre de orinar en esta callejuela siempre que volvía de parranda, además con la manía de hacerlo siempre en el mismo portal.

Unos apuntes sobre Lavapies...

Siempre he insistido en que algo de lo que más me fascina de Madrid es la marcada personalidad que tienen sus barrios, cada uno es un mundo en sí mismo, con un aire diferenciado, una disparidad que se hace palpable incluso de una acera a otra, en aquellas calles que hacen de fronteras imaginarias. Chueca, Malasaña, Chamberí o Salamanca viven cada uno a su manera pero si hay un barrio que no entiende de normas ni códigos es Lavapies.

Caminar por este barrio es una pasarela de contrastes, su población, principalmente inmigrante, ha ido dejando su poso en el carácter y en el trasfondo del barrio. Ver angostos ‘videoclubs’ empapelados con dvd´s de Bollywood junto a las típicas corralas madrileñas o a colmados de productos latinos descoloca pero hipnotiza. El Madrid más cosmopolita vive alejado de los neones, entre edificios sin ascensores y fachadas que piden a gritos una nueva capa de pintura.

El barrio, de más de 500 años de historia, fue la antigua judería de la ciudad. Un hecho que marcó para siempre el devenir del barrio. Con la expulsión de la comunidad judía, la sinagoga fue derribada y sobre el mismo solar se levantó la Iglesia de San Lorenzo. En un intento de borrar cualquier rastro del pasado, los nombres que se les pusieron a las nuevas calles, fueron toda una declaración de intenciones, con marcado carácter religioso. La Calle de la Fe o la Calle del Ave María son un ejemplo.

De aquella época medieval, el barrio heredó un rasgo que le acompañaría durante toda la historia y que nadie podría borrar, su nombre. Parece ser que en la plaza central del barrio había una fuente en la que los judíos llevaban a cabo la ablución y se lavaban los pies antes de entrar al templo. De ése hecho el barrio finalmente terminó llamándose ‘lavapies’. Ahora, casi seis siglos después de ser expulsados, los de aquí, y los de allá, conviven en armonía, cada uno portando su credo y sus costumbres.

Lavapies brinda la oportunidad de tomarte una caña bien tirada en un bar castizo, cenar después en un restaurante indio y tomar un deliciosos mojito en una tasca cubana. Un itinerario que nos permite viajar miles de kilómetros en apenas 400 metros de acera. En total, 88 nacionalidades que nos demuestran, día a día, que la convivencia entre diferentes culturas es viable cuando ambas partes quieren.

Bagatelas por Malasaña

Este domingo, recién llegado de mis vacaciones, pude dar rienda a una de mis rutinas favoritas de lo que ha sido mi vida madrileña, un paseo vespertino entre las calles de Malasaña.

El último día de la semana el barrio adquiere una dimensión especial. El color que adquieren las fachadas de los edificios ante la inminente marcha de los rayos de sol contrasta con los locales que palpitan vida, llenos de gente que saca punta a las mejores jugadas de la última juerga disfrutando de un café. Las infinitas pintadas en las paredes y en las verjas de los comercios son testigos de lo que digo.

Paseando un domingo cualquiera por Malasaña puedes sentir todavía los restos de la enésima noche que ha agitado Madrid, la resaca se palpa en el ambiente. El Penta, la Vía Láctea y demás garitos disfrutan ahora de un merecido descanso, ahora los pasos se dirigen a puntos de encuentro como el Lolina Vintage Café. Malasaña tiene un carácter único, entre canalla y melancólico. Se hace mayor pero no envejece. Así ha estado siendo desde que este barrio, cuyo nombre oficial es el de Maravillas, se convirtiese en el epicentro de toda la Movida Madrileña.

Mi itinerario por este barrio siempre suele ser el mismo (hay cosas que cuando están tan bien, no hay porqué tocarlas, ¿no?). Emprendo mi ruta por la Calle San Andrés hasta dar con la bulliciosa Plaza del Dos de Mayo. Meca del movimiento del botellón y que los domingos, con el buen tiempo, invita al ‘terraceo’ de modo descarado. (Si optáis por cenar aquí la Pizzeria Maravillas es todo un acierto). Sigo descendiendo ante la impasible vigilancia de las manecillas rojas del reloj de la Telefónica hasta dar con una de mis calles favoritas de Madrid, Espíritu Santo.

Esta calle es la que más vida tiene de todo el barrio. Tiendas, cafés, restaurantes, todos colaboran de forma desinteresada en dar un colorido único a una calle que se ha puesto muy de moda en los últimos años y que refleja mejor que ninguna ésta segunda juventud que vive Malasaña. Una parada obligatoria es la Happy Day Bakery, en el número 11, una pastelería con productos americanos, ambientada en los años 50 donde disfrutar de unos maravillosos cupcakes.

Actualmente esta calle invita a ser recorrida de forma plácida y disfrutando de cada uno de sus rincones y escaparates pero hace no mucho ésto no era así, la ‘Movida Madrileña’ fue un arma de doble filo de la que algunos nunca llegaron a escapar, como Enrique Urquijo, cantante de Los Secretos cuyo cuerpo sin vida fue encontrado en el interior de un portal, precisamente aquí, en el número 23.

Después de rondar un rato más comienzo a dispersarme, ya sin rumbo definido, por las calles de alrededor, consciente de que tanto a mí, como al barrio, se nos agota el fin de semana, el lunes ya amenaza en el horizonte. Llega el momento de la retirada no sin antes echar la vista atrás y pensar: “volveremos a vernos”.

La siniestra historia de la Calle de la Cabeza

Hoy es viernes y esta noche toca aventura gastronómica pero para que vayáis haciendo tiempo os voy a dejar con una historia un poco macabra, una leyenda que cinco siglos después aún perdura entre nosotros y que da nombre a una céntrica callejuela de Madrid, la Calle de la Cabeza.

Si habéis pasado por esta pequeña calle, situada entre Tirso de Molina y Antón Martín, seguramente los azulejos donde viene su nombre habrán llamado vuestra atención. Una costumbre, en el centro histórico de Madrid, es que las señales donde está el nombre de la calle viene con una ilustración que, de algún modo, se identifica con el nombre de la misma. Ésto se hacía para que la gente analfabeta, pudiese reconocer las calles.

El caso es que el dibujo que representa esta calle (foto que acompaña a la entrada) ya es bastante explicativo pero mejor contaros la leyenda, tal y como dicen que ocurrió… Por lo visto, en el Siglo XVI vivía allí un rico sacerdote con un criado portugués. El sirviente, guiado por la envidia y por sus múltiples deudas decidió acabar con la vida de su amo, decapitándolo y huyó con su botín. Con el paso del tiempo, el crimen fue quedando en el olvido, ni la cabeza ni el culpable aparecieron.

Años más tarde, el sirviente, ahora convertido en caballero, regresó a Madrid y mientras paseaba por la zona del Rastro decidió comprar una cabeza de carnero para la cena. Tras finalizar su compra, colocó la cabeza bajo su capa y optó por volver a casa. Un alguacil observó las gotas de sangre que el caballero iba dejando a su paso, y extrañado optó por darle el alto. Ante la pregunta del vigilante, el caballero respondió que simplemente, se trataba de su cena.

La sorpresa para todos, especialmente para el antiguo sirviente, llegó cuando la fue a mostrar, puesto que la que apareció fue la cabeza del sacerdote que había asesinado unos años atrás. El asesino no tuvo otra opción que confesar su crimen, fue encarcelado y ahorcado en la Plaza Mayor mientras que la calle donde se cometió la barbarie pasó a ser conocida, ya pasa siempre, como la Calle de la Cabeza.

Su trazado no llega a superar los 17 metros de longitud, aún así, a nada que te hayas pateado un poco el centro de Madrid estoy convencido que habrás pasado por ella sin percatarte dada su magnífica ubicación, es la Calle de Rompelanzas.

Plaza de la Villa

Sin duda, uno de mis rincones preferidos de Madrid… pasar por ella es como meterse en una máquina del tiempo. Parece que de cualquiera de sus callejuelas puedan salir alguno de los personajes de la novela del Capitán Alatriste.

Hoy solo quería que la viéseis, pero muy pronto os comentaré quien estuvo encarcelado en una antigua prisión que esconde o la importancia de la Torre de los Lujanes, uno de los elementos arquitectónicos que la conforman.