Las despedidas de los días tienen en Madrid un efecto balsámico y casi libertario. A uno se le esfuman los males con sólo mirar al cielo, añorar su casa y sentir que, una jornada después, está más cerca de abrazar sus propias metas. Los retornos a casa siempre arrastran deseos y anhelos, ganas de tranquilidad. Un tiempo de respiro que en nada se habrá esfumado otra vez. Igual que una tormenta de verano. Lo mismo que dura un semáforo en ámbar en plena Gran Vía.
Admito que una de mis grandes suertes en mis ya casi cinco años de vida en Madrid ha sido el hecho de no tener que recurrir nunca al coche para desplazarme al trabajo. Cuando uno ve las imágenes de los atascos en el Telediario o las maldiciones que lanzan ciertos compañeros de oficina, sinceramente, te sientes afortunado por ahorrarte esos monótonos desplazamientos. Esas idas y venidas en las que se nos escaquea la vida sin darnos cuenta.
Sin embargo, aquellos trayectos a veces tienen una celestial recompensa. Una etérea indemnización con la que Madrid se anima a conciliar a sus habitantes más tenaces. Por ello algunos, en sus regresos del trabajo tienen la fortuna de admirar, por encima del volante, con una visión como la que os vemos en la postal de la semana. Una mirada casi apocalíptica, tomada desde la A3 en la que Madrid nos lanza un abrazo de bienvenida bajo un cielo encarando.
Una preciosa fotografía, obra de Watershed Photography en la que esta ciudad transmite varias gotas de inquietud, como todo viaje que se emprende sin saber cuándo se llegará al destino. Otra postal de nuestra amada Madrid para no olvidarla.