Muchos me habéis leído alguna vez decir que Madrid en incontables ocasiones se exhibe ante nuestras miradas como un lienzo, como si fuera una obra en la que un gran pintor ha coloreado la ciudad con un pincel invisible llenándola de vida y de sentimiento. Una metáfora que se hizo realidad hace escasos días cuando avanzando por la Calle Mayor me topé con un hombre que, caballete y pincel en mano, inmortalizaba la Plaza de la Villa. Absorto y entretenido. Entregando sus sentidos a la Villa.
Unas jornadas después volví a pasar por el mismo sitio y ahí estaba él, de nuevo. Avanzando, meticuloso, en su trabajo. Ajeno a los grupos de turistas que se interponían entre su lienzo y su modelo. Sordo ante los coches que desfilan, perpetuos, por la antaño llamada Calle de las Platerías. En esta segunda ocasión no me lo pensé, me coloqué en su retaguardia y quise ponerme en su lugar. El cazador, cazado. Ésta vez, y sin saberlo, le tocaba a él ocupar el papel protagonista, igual que unos segundos atrás lo hacía Madrid en su obra.
Ahora queda saber cómo será el resultado final de este trabajo. Hasta que lo sepamos, hará que seguir deshojando las calles de Madrid esperando que, tras voltear una esquina, nos espere una bonita postal como ésta. Un cuadro dentro de otro cuadro. Una belleza armoniosa y abducida. Así de caprichosa es Madrid.