Como las mejores casualidades, aquella llegó sin tocar la puerta. Sin hacer aviso previo hasta que su presencia fuese irremediable. Admito que aquel atardecer me sorprendió con las defensas bajas. Caminaba yo ensimismado por la Calle de San Bernardo cuando noté que algo se barruntaba a mis espaldas. Me detuve unos instantes y simplemente me dediqué a observar.
Aquel cielo se retorcía de gusto sobre Madrid. Un sol impetuoso pugnaba por alargar unos segundos más su idilio con la Villa, a pesar de las espesas nubes que trataban de secuestrarle. Testigos en primera persona de aquella lucha, dos construcciones como la Iglesia del Montserrat y el Convento de las Salesas Nuevas. Cada una, desde su orilla de asfalto, disfrutaba del ese espectáculo en las alturas.
La Calle de San Bernardo tiene la virtud de ofrecernos, al caer el día, preciosos atardeceres de los cuales os recomiendo no perder la pista. Es una calle despierta y acogedora que, al amenazar la noche, se vuelve más pequeñita e íntima. Una brisa de nostalgia recorre sus aceras mientras respiras su historia. Madrid en su más rica esencia.