¿Sabéis esas fotos de familia en la que parece que ninguna miembro de la imagen guarde relación entre sí? Pues de este modo me sentí, semanas atrás cuando me detuve en plena Plaza de Colón, a disfrutar de un atardecer de aromas grises y tímidos destellos. Creo que hay pocos espacios más eclécticos en Madrid que éste, donde de un solo vistazo las formas y los estilos bailan de manera disarmónica creando, curiosamente, una paz deliciosa.

Aquel día estuve deambulando por Goya y por el Barrio de Salamanca. Entré en varias tiendas, apunté el nombre de diversos locales para visitar en un futuro a medio plazo y, viendo que el viento empezaba a sentirse libre y poderoso por las calles de Madrid, entendí que era el momento de regresar a mi zona de confort. Fue al atravesar los Jardines del Descubrimiento cuando me cercioré del espectacular cierre del día que se estaba produciendo ante mis ojos. Silencioso. Poético. Una calma que sólo se veía martillada por los saltos de los monopatines de varios skaters que hacían de las suyas en la zona. Junto al estanque, un par de amigas compartían confidencias. Me aproximé hasta su posición, nos  intercambiamos una discreta sonrisa a modo de saludo y me senté, con las piernas colgando sobre el bordillo del estanque. Aquel era mi palco y ya nadie me lo iba a robar.

Ante mí un perfil que arrastraba desde las archiconocidas Torres de Colón, con su característica boina verde, hasta un retal de la decimonónica Biblioteca Nacional. Sin duda, una bonita vista de Madrid duplicada por el reflejo del agua que estuve degustando varios minutos. Hasta que el aire me obligó a retomar mi marcha. Hasta que el cielo ya casi se había ahogado. Pero yo, para mis adentros, ya me llevaba a casa un momento para el recuerdo. Por unos instantes, había cambiado de familia y sentí, aquel mudo entorno, como mío propio.

 

Plaza de Colón, Madrid

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