Uno se topa con esta llamativa foto de la Glorieta de Atocha tomada en el año 1952 y no sabe qué le llama más la atención. Si el surrealista acceso a la estación del metro, rodeada de tráfico en todo su perímetro, o la graciosa sombrilla del guardia urbano, que parecía robada de un chiringuito de Torremolinos. Sin duda, pocas cosas más eficaces que el paso del tiempo para darle un nuevo sentido, y lógica, a lo que ven nuestros ojos.
Con este recuerdo de Madrid de los años cincuenta es obligatorio pensar como el estrés y la evolución innata de la ciudad le fueron quitando su calma, sus caricias más humanas. En aquellos años daba igual dónde se ubicase el acceso a una estación del metropolitano. Al igual que eso que dicen que “el cliente siempre tiene la razón”, en aquel Madrid, el peatón era la prioridad. Caminaba a su antojo, con descaro, como vemos que hace esa pareja en la parte superior de la imagen. Y si algún vehículo les amenazaba, se aligeraba un poco el paso pero poco más.
¿Y qué me decís de aquel guardia? Su pose, su complemento de rayas, parece que estuviese de vacaciones pero que alguien le hubiera cambiado la arena y las olas del mar por el asfalto capitalino y los coches de Madrid. Atocha siempre fue un nudo de tráfico considerable y altanero. Seguramente, en aquella época los madrileños lo consideraban un lugar a evitar por su constante movimiento. Sin embargo nosotros, observándolo casi setenta años después, nos parece un juego de niños. Cosas del tiempo, cosas de Madrid.