Habían quedado en verse, como siempre, a las seis y media en la Red de San Luis. Aquella salida del metro, esa impaciente baldosa, era su punto de encuentro favorito. El lugar donde los labios de Pepe y Antoñita se saludaban cada tarde cuando ambos terminaban sus obligaciones laborales y se animaban a perderse, abrazados, entre el gentío de Madrid. Sintiéndose invisibles. Creyéndose los únicos habitantes de un universo que no tenía fronteras dentro de sus cabezas.

Esa tarde, Pepe traía buena noticias bajo el brazo, un sobre de color ocre en cuyo interior se abrían las puertas de un prometedor futuro. Dentro, un documento firmado y sellado por Don Justo, su  enojoso superior que pocas veces se permitía licencias como la que acaba de disponer. Un merecido ascenso para Pepe como adjunto de dirección en el servicio de Telégrafos del Palacio de Comunicaciones. Siete líneas, una promesa y una firma que servirían para pagar unas cuantas letras de su anhelado piso junto a la Plaza de Lima.

Pepe, aquel 14 de febrero, estaba más ansioso que nunca de fundirse en un abrazo con Antoñita, de llevarle a su cafetería preferida, Azahara, y de perder en su interior la noción del tiempo mientras jugaban a su pasatiempo preferido. Inventarse, entre risas, las vidas y aventuras de todos cuantos desfilaban ante sus ojos, al otro lado de los enorme ventanales del local. Un juego que, en aquella bulliciosa calle, nunca llegaba a su fin.

Ese día Antoñita salió varios minutos después de su hora estipulada. Había tenido que quedarse un ratito más a ayudar a su amiga Blanca en el taller de confección que ésta regentaba junto a su madre en la Calle Hortaleza y, casualidades del destino, llegó tarde a la cita que le cambiaría la vida. Tras su rutinario, y afectuoso saludo, Pepe agarró sutilmente a su mujer. Aquel gesto, inconsciente y realizado ya cientos de veces, le hacía sentirse el hombre más afortunado del mundo. Juntos avanzaron felices, impacientes, afortunados.  Él por contarle las buenas noticias, ella, porque sentía que a su lado, tenía colmadas todas las trampas que el destino decidiera ponerle delante.

El reloj marcaba las siete menos veinte y el sol, después de otra jornada de duro trabajo, ya iniciaba su manifiesta retirada. Aquel fue un San Valentín especial y siempre lo recordaron así. Lo que nunca supieron es que aquella felicidad discreta no quedó en cosa de dos. Gracias a una sutil fotografía hoy todos compartimos con ellos aquella bonita historia que Madrid observó en primera persona y que un ‘click’, por su cuenta y riesgo, hizo infinita.

San Valentin, Madrid

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